Todos somos seres mestizos. Venimos de una madre y de un padre, tan diferentes entre sí que se nos hace increíble comprender cómo se unieron para darnos la vida.

De ahí que seamos personas llenas de contradicciones: un día nos sentimos felices, llenas de alegría y de esperanzas; y al otro, nos hundimos y nos sentimos seres despreciables o sin sentido.

Al no aceptar esta dualidad, nos peleamos con ella, entramos en una eterna batalla contra lo que es y que quisiéramos que fuera de otra manera. Tenemos muchas maneras de hacerlo: “no deberías”, o “deberías”, “ojalá fuera x, y o z, en vez de 1,2 o 3”; “con todo lo que he dado, la vida debería darme o no darme…”; y así, muchas frases que nos atormentan desde dentro.

Entonces es momento de detener este ruido doloroso al que nos hemos acostumbrado, a pesar de lo mal que nos sienta.

Detenernos y observar con curiosidad nuestro paisaje interior, nuestra riqueza plasmada en nuestras contradicciones.

Gracias a ellas hemos llegado hasta aquí. Incluso la eterna batalla interna nos ha traído hasta aquí. Podemos agradecerles el viaje. Así empezar a despedirnos de aquello que nos duele y nos hace sufrir.

Poder admirar nuestra diversidad: los ojos de mamá, la sonrisa de papá, la sabiduría de la abuela materna, el arrojo del abuelo paterno. Los miedos que nos protegen de caer en el fango. La fuerza que nos empuja a seguir adelante. La pereza que nos guía hacia el descanso y el autocuidado. La envidia que nos señala el camino de nuestras necesidades. El orgullo que nos dice dónde está nuestra debilidad.

Respirar estas imágenes que aparentan contradicción pero que forman parte de una hermosa melodía, única e irrepetible que somos cada una de las personas. En esta diversidad habita el ser.

Entonces puede ocurrir algo maravilloso: mientras más nos conocemos y nos aceptamos tal y como somos, más llenos/as de talentos y de energía nos descubrimos para dar al mundo.

Porque el sentido de la Vida es darle lo que tenemos.

Yira Labrador.